Jesús García Calero el abr 28, 2013
Queda muy poco: el 31 de mayo próximo, en el astillero histórico de Portsmouth, abrirá sus puertas el Nuevo Museo del HMS Mary Rose, el buque de Enrique VIII que se hundió en una maniobra mientras cañoneaba a la flota francesa.
Pero ya se están vendiendo las entradas para conocer uno de los nuevos y grandes atractivos turísticos de Inglaterra. El Reino Unido da un paso enorme y envidiable en favor de la arqueología subacuática. El vídeo que mostramos ha sido realizado por un equipo de Lobster Pictures, encargado por el museo para la documentación del nuevo centro.
Tras el dificultoso rescate de los restos de aquel buque hundido en 1545 y descubierto en 1971, una excavación que se hizo con todas las garantías científicas, ha emergido una cápsula del tiempo que ahora llenará las nuevas salas del museo en el que viajaremos a la época y la sociedad que construyó la nave favorita del rey Tudor.
¿POR QUÉ SE HUNDIÓ?
Hasta hace muy poco se han seguido investigado las causas reales de su hundimiento en la batalla del Solent (el canal en la costa meridional de Gran Bretaña, junto a Potsmouth).
Las últimas conclusiones confirman que el buque había ganado carga en sus años de servicio, llevaba una dotación excesiva y en el fatídico enfrentamiento, tras haber disparado una andanada contra los buques franceses, quiso virar sin cerrar las troneras o portas de los cañones inferiores, que estaban a menos de un metro de la línea de flotación. Un golpe de viento inclinó el Mary Rose lo suficiente como para que el agua entrase y terminase de desestabilizar el navío hasta que se fue a pique con sus 500 hombres y un gran tesoro.

Recuperando los restos del buque insignia de los Tudor, el HMS Mary Rose, con un ambicioso proyecto de iniciativa privada de 35 millones de libras esterlinas
MERCENARIOS ESPAÑOLES
Con el HMS Mary Rose se hundió casi toda la tripulación, debido a las redes anti-abordajes que ocluían la cubierta. El yacimiento fue también, una vez más, la tumba de más de doscientas personas. Desde hace unos años se ha especulado con que Enrique VIII tuvo que contratar marineros extranjeros dada la falta de tropa inglesa disponible y que los tripulantes en el momento del naufragio eran españoles en una buena proporción. No hablaban inglés y no comprendieron bien las órdenes que podrían haber salvado el barco de aquella maniobra desgraciada. En todo caso, ello se sumó al problema de las troneras abiertas y al giro que el barco realizó para disparar los cañones del otro lado. Los últimos modelos informáticos realizados han confirmado la suma de causas.
Ahora, en el nuevo museo, la historia se contará desde los 19.000 objetos rescatados y con la mejor “artillería” de medios audiovisuales a disposición de los arqueólogos y museólogos de hoy día.
Seguiremos informando…
ABC Blogs
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Al final todo se sabe
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal – 28/9/2008
Por fin se desveló el misterio. Desde hace cuatrocientos cincuenta años, los investigadores navales ingleses se han esforzado en averiguar por qué el Mary Rose, ojito derecho de la flota de Enrique VIII, se fue a pique en el año 1545 frente a Portsmouth, durante un combate con los franchutes. En realidad ya se sabía algo: el barco no se hundió por los cañonazos enemigos, sino porque las portas de las baterías bajas estaban abiertas durante una maniobra complicada, entró agua por ellas y angelitos al cielo. Glu, glu, glu. Todos al fondo. Pero faltaba el dato clave: un estudio médico del University College de Londres -eso suena a serio que te rilas, colega- acaba de establecer la causa exacta del hundimiento. El agua entró por las portas abiertas, en efecto. Pero tan imperdonable descuido marinero fue posible porque la tripulación de esa joya de la marina inglesa no era inglesa, pese a lo que su propio nombre indica. Ni hablar. El Mary Rose estaba tripulado por spaniards. Sí. Por españoles. Naturalmente, eso lo explica todo.
No estoy de coña, señoras y caballeros. O la guasa no es mía. Los perspicaces investigatas del University College afirman eso después de pasar veinte años estudiando dieciocho cráneos rescatados del barco. Tras concienzudos estudios antropológicos, la conclusión es que diez de esos cráneos procedían del sur de Europa, debido, ojo al dato, a la composición específica de sus dientes. Se dice, por otra parte, que Enrique VIII iba escaso de marineros cualificados y enroló a extranjeros. Así que, con aplastante lógica científica, los investigadores han llegado a la conclusión de que éstos sólo podían ser españoles. Tal cual, oigan. Ni italianos, ni portugueses ni franceses. Lo de los dientes es decisivo. A ver quién tiene el colmillo así de retorcido, o tantas caries. O tan malos dientes de leche. Vaya usted a saber. El caso es que,bueno. Blanco y en tetrabrik, eso. Leche.
Lo más fino es la conclusión del profesor Hugo Montgómery, jefe del equipo investigador. «En el estruendo de la batalla, se habría necesitado una cadena de mando muy clara y disciplinada para cerrar a tiempo las portas», afirma este Sherlock Holmes de la osteología náutica. Y es que la palabra disciplina en boca de un inglés lo explica todo. Otra cosa habría sido que el Mary Rose hubiese estado en las competentes manos de leales súbditos británicos. No se habría hundido bajo ningún concepto. Pero a ver qué se podía esperar con una tripulación española -lo más normal del mundo, por otra parte, a bordo de un barco inglés-. O sea. Con torpes y sucios meridionales, todo el día oliendo a ajo y rezando el rosario, flojos de idiomas, que no entendían las eficaces órdenes que se les daban en perfecta parla de allí. Así, el hundimiento estaba cantado, claro. Elemental, querido Watson.
Yo mismo, modestia aparte, también he investigado un poco el asunto. Y fíjense. No sólo coincido con las conclusiones británicas, sino que, tras estudiar con una lupa la dentadura postiza de la madre que parió al profesor Montgómery, me encuentro en condiciones de iluminar otros rincones oscuros del naufragio. Y puedo confirmar que, en efecto, así no había quien mandara un barco. Sé de buena tinta -una tinta Montblanc, cojonuda- que el naufragio se produjo cuando el almirante british, que se llamaba George Carew, ordenó «Todo a estribor» y el timonel, que casualmente era de Ondarroa, respondió «Errepika ezazu agindua, mesedez», que significa, más o menos, repíteme la orden en cristiano o verdes las van a segar. Y mientras el almirante mandaba a buscar a alguien que tradujese aquello a toda tralla, una marejada cabroncilla empezó a colarse dentro. «Cierren portas, voto al Chápiro Verde», ordenó entonces el almirante, algo inquieto. Entonces, desde abajo, el contramaestre, un tal Jordi, que era de Palafrugell, respondió. «Digui’m-ho an català si us plau», con lo que míster Carew se quedó de boniato a media maniobra. «Pero de qué van estos mendas» inquirió, ya francamente contrariado. Mientras tanto, los demás tripulantes, que también eran indígenas de aquí, estaban en los entrepuentes tocando la guitarra y bailando flamenco, costumbre habitual de todos los marineros españoles, sin excepción, en situaciones de peligro. Fue entonces cuando los oficiales, nativos de Bristol y de sitios así, rubios y tal, empezaron a gritar: «¡El barco zozobra, el barco zozobra!». Y abajo, algunos tripulantes, que eran tartamudos y además de Cádiz, respondieron, con palmas de tanguillo y mucho arte: «Pues más vale que zo-zobre a que fa-falte, pi-pisha». Y claro. En dos minutos, el Mary Rose se fue a tomar por saco.
Dicen los libros de Historia que las últimas palabras del almirante Carew, antes de ahogarse como un salmonete, fueron: «No puedo controlar a estos truhanes». Pero no. Lo que realmente dijo fue: «No puedo controlar a estos hijos de puta».