En los primeros días de septiembre de 1819, un navío, el San Telmo, al que en Cádiz se llamaba el Navío Negro, desapareció con más de seiscientos hombres al Sur de la Tierra.
Jamás creí que podrían darse en la faz de la Tierra paisajes y lugares tan inhóspitos y crueles como estos del Sur del mundo. Nunca pensé que la frialdad de los mares, la blanca heladez de estas tierras, su falta de vida, la inconsciencia que provoca la congelación de los miembros y el aturdimiento en el que entran los sentidos, me acompañaran al final de mis días.
Ojala hubiésemos sido conscientes de que nuestro sudario sería el hielo y con este la incorruptibilidad de nuestros cuerpos. Si lo hubiésemos sido, quizá hubiéramos puesto una baliza para indicar que nosotros, los que fuimos en busca de la muerte un 11 de mayo, llegamos a estas tierras cuando antes nadie había llegado.
Cuatro buques desgastados, henchidos de podredumbre, empujados por el viento de Levante, salimos de Cádiz a sofocar las revueltas independentistas americanas. El San Telmo, la Prueba, la Mariana y el Alejandro, navíos apenas dignos de tan lejanos planes e intenciones. Y allá fuimos, la mayoría gaditanos, una escuadra de harapientos barcos mandada por un hombre excepcional, Porlier. Todos los hombres de mar le conocíamos, le habíamos visto dando largos paseos por las balaustradas de la Alameda, escudriñando el horizonte en busca de su amada América. También le respetaban por sus acertadas críticas a la mala situación de la Armada Española, y esa coherencia le hizo embarcar y asumir el riesgo de navegar. Quizás solo la idea de volver a la dulce Lima, su tierra de nacimiento, le hizo olvidar la apariencia de los barcos, arboló su insignia y se hizo a la mar.
El navío negro, de hermoso porte, era mi barco, al que me así firmemente cuando llegaron las horas malas de la muerte y la desolación. A cuyas cuadernas até el cabo con el que pretendí salvar mi vida cuando las tempestades acudieron a nuestro encuentro. A cuyo sollado, habitado por pulgas y chinches, eché en falta cuando solo tuve como aposento las frías y durísimas láminas de hielo de las tierras sureñas.
Y fueron tan difíciles y tan duras las tempestades que nos asolaron mientras nuestro derrotero era el sur de la tierra, que ellas mismas salvaron al Alejandro. Y las vías de agua que le mandaron de regreso a la paz de la bahía gaditana, les salvaron a sus marineros del nefasto vaho de la niebla helada del maldito cabo de Hornos.
Y es que, aunque aquí es primavera, no hay flores de azahar por las esquinas, ni patios adornados con geranios y gitanillas. No hay almendros florecidos que acompañen nuestro periplo desde la costa, ni dunas llenas de esparragueras como las que cobijan a los navíos que se adentran en el Guadalquivir rumbo a Sevilla. Aquí los fuertes vientos de poniente nos obligan a derivar a cada instante más al Sur nuestra navegación y las implacables olas que parecen quedarse cuajadas, helarse antes de acometer contra el barco, se suceden a un ritmo tan frenético que nos envuelven mareándonos.
Es apenas septiembre, o apenas ya no lo es. Hemos perdido la noción de los días desde que salimos de Rio de Janeiro, donde esperamos vientos favorables para arremeter contra el límite del continente americano.
Y entonces ya no volvimos a ver ni al Mariana ni a La Prueba; las fuertes corrientes nos habían separado justo en el momento en que el timón del San Telmo quedaba destrozado. Desconocemos si se han hundido en las profundas fosas desde la que vigilan nuestros destinos, ignoramos si han sido capaces de salir airosos de la dura corriente y maniobrar hacía aguas serenas y seguras, no lo sé, solo sé que nuestro navío está a punto de reventar entre los truenos y que la cubierta del San Telmo ha comenzado a helarse.
No tenemos ropa apropiada para viajar por estas latitudes. Los pequeños grumetes quedan congelados en lo alto del trinquete, y caen, presos del entumecimiento de sus piernas, al frío océano donde mueren. Las pérdidas se suceden y las maderas heladas se quiebran por todos los sitios del barco, haciendo agua a tanta velocidad que los calafates se ven incapaces de cambiar las maderas.
El frío y el hambre se han convertido en nuestras compañeras. El azulado de los dedos de las manos y los pies, destaca entre los blancos e incoloros rostros de los pequeños pajes que asustados se esconden en la toldilla.
El agua, la comida, congeladas; los animales vivos que viajaban en el barco, muertos; la harina, la manteca, el tocino, todo hecho piedra de hielo y frío. Cada día más compañeros muertos en cubierta, en el alcázar, en los palos, en las bodegas, y sin esperanza de arriar velas y salir al encuentro de las tierras cálidas. Estamos extenuados, a punto de terminar con las reservas de leña que quemamos de forma constante en los fogones para calentarnos, apenas un instante para volver a enfrentarnos al bombeo de las aguas que lo inundan todo, sin compasión ni por edades ni graduación, la muerte lo puede todo y mi navío está completamente muerto. Roto en pedazos, maltrecho y a punto de hundirse mientras avistamos una pequeña isla.
Apenas un cable separa al San Telmo, encallado y medio hundido de los témpanos que flotan a babor y estribor del navío, de una isla que es una montaña fría y blanca donde miles de focas, que ya he visto en algún que otro viaje, le dan un aspecto irreal entre el azul grisáceo del océano.
Cazarlas, explorar la infinita blancura de este páramo y esperar que algún barco venga en nuestro auxilio se ha convertido en nuestra oración diaria. Sin embargo quedan tan pocas esperanzas…
El hambre, la desesperación ante la imposibilidad de atrapar a estos hermosos animales que se escabullen ágiles y encuentran refugio en las heladas aguas. La congelación, el escorbuto y el terrible frío están a punto de poner fin a mi vida y a la de mis compañeros. No hay nada que quemar ya en estas desnudas tierras. Nada. Nada que crezca sobre el fino hielo. Aquí quedaremos. Enterrados en transparentes ataúdes fríos, en las estáticas y saladas aguas del fin del mundo.