MAREA 15 DIARIO DE CADIZ

Marea 15
El 19 de octubre de 1562 murieron cinco mil hombres ahogados en las aguas azules del Mediterráneo. La playa de la Herradura, en la hermosa Granada, contempló la destrucción de los navíos mandados por Felipe II para limpiar la costa de corsarios

TODOS los días, temprano, como si el alba pidiese que la anunciaran, me levantaba del sollado de la galera para mirar al mar y pedirle prudencia. Un mar que comenzaba a embravecerse avisando que el verano se terminaba.

Mi capitán, Juan de Mendoza, era el mejor marino que yo jamás hubiese visto en mis años de navegar por estos mares de Dios. El mejor de los hombres que curtidos en el salitre y en la espuma había surcado el Atlántico, y el Mediterráneo. Nunca temió ni a corsarios ni a moros. Ni asomo a su tez una pizca de piedad para con los aquellos turcos que invadían nuestros mares.

Veintiocho galeras y algunos veleros navegábamos costeando desde Génova a Marsella. Desde Marsella a Barcelona para luego dirigir nuestros remos hacía Valencia, Cartagena y Málaga. Dorada la costa en estos meses de Septiembre y Octubre, dorada y tenue como la sonrisa de una muchacha recién lavada. Era nuestra costa, nuestra bendita tierra, tras años de navegar por las islas italianas hasta el norte de África para limpiar los mares de corsarios.

En Málaga debíamos aprovisionarnos para continuar hacía Orán en ese peregrinar constante impartiendo la fe de nuestra iglesia e impidiendo que los infieles se hagan con los lugares que siempre hemos protegido con nuestras vidas.

Eran las seis de la tarde, y las galeras estaban listas y avitualladas, cuando mi capitán Mendoza decidió hacerse a la mar que en ese momento empezaba a picarse.

Hombres a remo, hombres atados y clavados a los bancos de madera, reman al compás de un martillo sobre el yunque. Sin espacio para el aire, el viento es el mejor aliado de estos hombres, y su empuje la reducción de su esfuerzo. Cuánto más viento, más mar revuelto y tormentoso, y las veintiocho galeras, dirigimos nuestras embarcaciones hacía la bahía de la Herradura.

El oleaje apretaba por el viento del Este y buscábamos donde refugiarnos. Sabíamos que al poniente Cerro Gordo y a levante la Punta de la Mona, era el lugar en el que los barcos solían guarecerse ante las tempestades por estos lugares.

En nuestro camino hacía la bahía, muy cerca de las huertas de Vezmiliana, el viento de levante se fue, y apretó un viento de tierra de tanta fuerza que estrello dos de las galeras más hermosas de aquel convoy, la Caballo de Nápoles y la Soberana española contra la playa.

Teníamos el tiempo justo para llegar a Nerja y desde allí aprovechando que había vuelto a saltar el levante, dirigir nuestros barcos hacía la bahía de la Herradura. Solo, cuando la noche pasó y el remo incesante de los galeotes cesó, llegamos a la ensenada que nos daría nuestro cobijo. La tomamos entera, desde una punta a la otra, vimos el cielo despejado y aclarado y respiramos aliviados. Todas las galeras dispuestas de punta a punta de la bahía, enfiladas como costillas gigantes de una hermosa ballena, como flechas puntiagudas con sus remos en altos sobre el estanterol. En el fanal, el contramaestre dando órdenes para abrir tiendas de campaña sobre la escueta cubierta. Mientras el estandarte era mecido por el rudo viento sobre el castillete.

Era 19 de octubre, cuando el esplendor del mar Mediterráneo se trocó huracán y tormenta. Salto el viento de sudeste y se soltaron los amarres de la Capitana. La violencia de las olas, impidió que saliéramos de ese lugar de muerte buscando la protección al otro lado de la bahía, pero el viento del sudoeste nos empujó hacía los riscos.

Mendoza gritaba que soltaran a los galeotes, mientras el timón de la galera Santangel saltaba por lo aires. La Patrona y la Caballo se dieron la vuelta buscando una salida encontrándose de golpe en su camino, a aquellas que el viento movía a su antojo sobre las altivas olas.

En ese instante entendí que había muerto. Entendí que mi vida quedaba atrapada entre cientos de maderos, jarcias y remos, en una explosión de veleros que entre las olas se estrellaban y se convertían en un solo naufragio.

Vi a Mendoza, perecer ahogado cuando el árbol al que se asía se sumergió entre las fuertes corrientes marinas. A lo lejos, tres galeras, las tres afortunadas que supieron desprenderse de las ataduras de la muerte, navegaron hacía el Peñón de las Caballas.

Era la una del medio día, la una, y ya nunca volvería a ver las costas africanas. Veinticinco galeras hundidas para siempre con más de cinco mil hombres, de ellos más de tres mil galeotes. Ya no colgaran sus cadenas de presos en los altivos puros de San Juan de los Reyes. Seguirán bogando por los fondos marinos pagando por sus culpas, cumpliendo su condena.

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