HISTORIA DE UN NAUFRAGIO: EL AMERICA

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En la costanera de Buenos Aires, se observa este monumento, de un hombre con un salvavidas en mano, esta es la historia:
Puerto de Buenos Aires. Sábado 23 de diciembre de 1871. A las 18:30, con el pasaje casi completo y al mando del capitán John Morsse, inició su carrera a Montevideo el vapor “Villa del Salto”. A las 19:00 partió Bartolomé Bossi con el “América” y unos 220 pasajeros, de los cuales más de 100 pertenecían a la primera clase. El “América” era más veloz y por ese motivo sobrepasó al vapor del capitán Morsse. La vista era espléndida, con un río dormido y una luna plateada. Nada permitía presagiar lo que ocurriría bien pasada la medianoche, cuando explotó una caldera del “América”.

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La cubierta del barco era el claro reflejo del caos. Hombres desnudos que corrían delante de mujeres elegantes y con sus mejores alhajas. Damas en camisón frente a señores con traje que se mofaban del susto de muchos. El capitán, muy tranquilo, anunciaba que todo estaba bajo control. Dos nuevas explosiones —para nada espectaculares, sino secas, como si estallaran petardos— terminaron de confirmar que algo andaba muy mal. A partir de allí, unas 220 historias comenzaron a mezclarse de manera trágica y confusa.

En la cubierta se producían saqueos y abusos, además de peleas por los salvavidas o los espacios en los botes. Algunos pasajeros quedaban petrificados, sin capacidad de reacción frente a lo que ocurría. Al matrimonio Larrazábal (Juan Antonio y Josefa Villar, seis días de casados) que viajaba de luna de miel, una ola lo arrancó de la cubierta en momentos en que se abrazaban: murieron ahogados.
En una carta de apreciable valor histórico, Torcuato Villanueva le relató a su primo Justo Villanueva los pormenores del desastre: “Subo al salón y empiezo a buscar algo que me sirviera para sostenerme sobre el agua, pues no sé nadar. En eso oigo una voz que grita: ‘Saquen las puertas de los marcos, que en ellas podemos salvarnos’. Me pareció buena la idea y me prendí de la mía, pero al mismo tiempo alguien dice: ‘¡Por Dios! ¡Que no hay salvavidas en este buque!’. Y otro responde: ‘En todos los camarotes, bajo el colchón, hay uno’. Corro al mío y efectivamente encuentro uno”.

Carmen Pinedo y su marido Augusto Marcó del Pont se hallaban en la cubierta, sin salvavidas y desconcertados. Alberto Marcó le ofreció el suyo a su cuñada, pero ella lo rechazó. Poco después, el panorama cambió de manera trágica. El fuego devoraba al vapor.

“No había más recurso que arrojarse al agua. En ese momento se me acercó Viale con un salvavidas en la mano y diciéndome esta sola palabra: ‘¡Señora…!’, me lo ofreció con el ademán. Yo no era dueña de mi voluntad y dejé que entre Viale y mi marido me pusieran el salvavidas”.

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Incendio del Vapor América, 1889 – Oleo sobre lienzo 92 x 62 cms.
Coleccion Museo de Arte Maritimo de Ushuaia (MAMU).

“Tratamos enseguida de bajar al entrepuente [el nivel que está debajo de la cubierta] para de allí arrojarnos; pero ya no era posible, la escalera estaba en llamas. Entonces, arrimándonos Augusto y yo a la borda, alguien, no sé quién, nos empujó e hizo caer al agua. Un momento después, al volver a la superficie, vi a Augusto flotando cerca de mí. Pero el choque con el agua había sido, sin duda, muy violento y no podía hablar. Me miraba. Trataba de darme ánimo, pero de pronto desapareció para siempre”. Así relataría Carmen Pinedo de Marcó del Pont, en 1893, a un periodista de La Nación, la forma en que Luis Viale le cedió el salvavidas y de qué manera vio morir a su marido.

Según algunas versiones, luego de ceder el flotador que le hubiera permitido sobrevivir, Viale se lanzó al agua y nadó hacia la rueda del “América” (similar a la de los barcos que navegan el río Mississippi) en donde muchos pasajeros se aferraban, en un intento final por flotar. Estaba abarrotada de náufragos. Con un esfuerzo supremo, alcanzó el timón, que permitía salvar a unos cuatro. Estaba a punto de aferrarse a él, cuando vio a un hombre que nadaba con desesperación hacia su lugar.
Viale le cedió el espacio y le rogó que en cuanto pudiera, le permitiera asirse unos minutos para retomar fuerzas. No existió esa oportunidad: pocos segundos después el héroe se hundía sin remedio. Los cuatro hombres aferrados al timón salvarían sus vidas.

Torcuato Villanueva bajó al agua por la cadena del timón. “Trato de separarme del buque por temor del fuego y de los que allí veía ahogándose que podían agarrarse y hundirme, pero no lo puedo conseguir. Pasa una tabla por mi lado y me agarro de ella”. El esfuerzo por mantenerse a flote con el salvavidas puesto, era agotador. En cambio, quienes lograban aferrarse a una madera estaban más relajados.

Sigue Villanueva: “Así me pasé un buen rato cuando me siento agarrado por un brazo y una señora me pide que la socorra porque se estaba ahogando. Yo le digo: ‘No sé nadar, pero tome esta tabla y trate de colocarla como yo la tengo’. Así lo hizo. Yo entonces quedé con el salvavidas solo y empecé a fatigarme. Me saqué los pantalones bien, enseguida los calzoncillos con algún trabajo”. El cansancio lo obligó a ir en busca de la cabeza de un gran tornillo en el casco. “Permanecí allí un buen rato hasta que tuve temor que un individuo que estaba muy cerca sin salvavidas y que me aturdía con sus gritos pidiendo socorro y misericordia no se le ocurriera el aprovecharse de verme cansado y cometiera algún crimen por quitarme el salvavidas”. Villanueva se alejó del barco y la fatiga lo derrotaba.

“Aquí empezó mi situación a ser crítica, pues empecé a tomar agua, las piernas se me entumecieron y quedé sin acción en ellas. Entonces oigo que preguntan si no nos vendría alguna protección. Era la señora de Marcó del Pont a quien vi como a tres varas de distancia [dos metros y medio].” En estado de shock, Carmen Pinedo de Marcó del Pont se topó en el río con Torcuato Villanueva. Ninguno de los dos supo en ese desesperante momento que ellos habían forjado el destino de Viale: Torcuato fue el hombre que encontró en el puerto e hizo que cambiara de barco; Carmen fue la mujer que encontró en la cubierta y provocó que él se desprendiera del salvavidas. El rostro de Villanueva lo decía todo. Este hombre de treinta y siete años había perdido la esperanza y se lo aclaró a la mujer. Entonces, se dio este diálogo que extractamos de la carta inédita de Torcuato:

—Tenga valor, señor —me dijo.
—No es valor lo que me falta, sino fuerzas. Bebo mucha agua porque la ola pasa sobre mí.
—Déle la espalda.
—No puedo.
—Cierre la boca.

Villanueva no le respondió. “Seguí el consejo, pero me arrepentí pues cuando abrí la boca para tomar aire, se me llenó de agua. Probablemente la señora que no oyó contestación creyó que me ahogaba y empezó a rezar en alta voz una Salve, la que yo seguí repitiendo mentalmente; concluida la oración me encontré tranquilo, esto es, vi la muerte sin horror”. El hombre quiso quitarse el chaleco salvavidas para morir de una vez. Fue inútil: el nudo que se había hecho por temor a perderlo en el agua le impidió sacárselo. En ese minuto, Carmen Pinedo se desvaneció. El final parecía irreversible y ocurrió el milagro: los recogió un bote. El “Villa del Salto” ya se divisaba a corta distancia.

Por todas partes se veían grupos asidos a maderos y puertas. Hasta llegó a generarse una pelea en medio del río por el dominio de una mesa. Hubo pasajeros del buque rescatador que se arrojaron al agua para cooperar con los náufragos. Un paisano, desde la proa, enlazó a dos y los arrastró hasta ponerlos a salvo. El “Villa del Salto” recuperó a 69 pasajeros de los cuales tres murieron a bordo. Entre los 87 sobrevivientes (66 en el vapor de Morsse y 21 en una ballenera), sólo había seis mujeres y una niña. Al menos veinticuatro mujeres murieron en el naufragio, lo que demuestra que la caballerosidad practicada por Viale no obtuvo muchos imitadores.

Peor aún: algunas damas fueron despojadas de sus salvavidas a punta de pistola. Se vio a una mujer pelear en el agua con un hombre que le arrebataba el suyo. En realidad, el caballero Viale salvó a dos mujeres. A Carmen Pinedo y a Carmencita “Sissy” Marcó del Pont, quien nació el 8 de julio de 1872.

(Tomado del libro: Historias inesperadas de la historia argentina”)
Gracias a Neo Geo1
«Fué en el año 1868 que los armadores Mc Kay & Aldney y C., terminaron, en sus astilleros de Boston la construcción de dos vapores, los que, por acciones, habían sido hechos expresamente para la navegación del Río de la Plata.
La dirección de uno de ellos, que el otro fué su gemelo, se hallaba a cargo del experimentado marino, capitán don Bartolomé Bossi, de nacionalidad italiano, vinculado a la América del Sur y especialmente a esta parte, por treinta y tantos años de continuos comandos en distintas embarcaciones, que hicieran el comercio fluvial de estas regiones; por sus raros conocimientos experimentales del saber humano y por su enlace con la distinguida señorita de Cáceres, hija de un ilustre general de la independencia argentina.

Grandes fiestas se hicieron al botar a la mar, el 22 de febrero del referido año aquel que se inscribe en la matrícula naval de Italia, con el nombre de «América», que comandara el capitán Bossi, y cuya madrina lo fuera la señora de don Pedro Lorenzo Flores, capitán de la marina mercante argentina, que fuera el comandante del otro vapor llamado «Yi».

Era el «América» un palacio flotante de dos pisos sobre cubierta, poseedor de cuanta comodidad pudieran exigirle los viajeros; y en cuanto a sus condiciones de navegación lo demostró atravesando, sin peligro alguno, el océano en breve plazo, pudiendo hacer dieciocho millas y soportando sus calderas hasta cuarenta y cinco libras de presión, como llegó a probarlo en sus rápidos viajes a Montevideo trayendo las noticias de Europa, referentes, primero a la revolución de España y después las de la guerra francoprusiana, para saciar cuanto antes las justas ansiedades públicas.

La llegada al Río de la Plata del vapor «América» fue, como debe suponerse, un acontecimiento digno de que la prensa se ocupara de él detalladamente, prodigando grandes y merecidos elogios al comandante Bossi.
Vino entonces, como lógico era también suponerse, la competencia con las otras empresas, competencia ventajosa para los viajantes, aunque perjudicial para aquéllas.
Acrecentóse aún más con la llegada del «Yi», hasta que un mal día cundió la especie de que éste se incendiaba. Y así fué. Todos los auxilios que fueron posibles, acudieron al incendio; pero sólo las olas consiguieron apagar la voracidad del terrible elemento, cuando quedando solo el esqueleto de aquel otro palacio flotante se fue a pique.

Desplaz.: 1300 toneladas Eslora: 73 mts Manga: 10 mts Calado 3,5 mts Propulsion motor a vapor de 860hp, 2 ruedas de pala .- Velocidad max: 18 nudos.- Tripulacion: 56 pax.- Pasajeros 134 pax.- surinconnaval.blogspot.com

Desplaz.: 1300 toneladas
Eslora: 73 mts • Manga: 10 mts • Calado 3,5 mts
Propulsion: motor a vapor de 860hp, 2 ruedas de pala .-
Velocidad max: 18 nudos.-
Tripulacion: 56 pax • Pasajeros 134 pax
http://www.surinconnaval.blogspot.com

¿Cómo se produjo aquel incendio? Imposible asegurarlo a ciencia cierta: descuidos en momentos de ebriedad por parte de los encargados de vigilarlo.
Afortunadamente, no hubo desgracias personales que lamentar y aun las autoridades marítimas se preocuparon del siniestro.
Solo el comandante del «América» lo tuvo presente y tanto más cuanto que se lanzó la especie de que el sistema de construcción de aquellos vapores, propendía a la contaminación del fuego, del que, una vez producido, difícilmente podría salvarse, como lo había demostrado el incendio del «Yi».

Había entonces que tomar toda clase de precauciones, y el comandante Bossi, de carácter alegre, expansivo y social, volvióse taciturno y despótico.
En uno de sus viajes a Montevideo, llegóse a descubrir que entre las inofensivas encomiendas que llevaba el «América» se había colocado un cajón que contenía cartuchos rellenos con pólvora.
Quién era el remitente y a quien iba dirigido, no pudo saberse por más indagaciones que se hicieron.
¿Sería alguna pesada burla o más acertado pensar lo llevara allí alguna mano criminal con objeto de que aquella terrible mina produjese el incendio en algún descuido cualquiera?

En la noche del 5 al 6 de enero de 1870, los pasajeros sintieron una fuerte detonación a bordo: uno de los tubos conductores del vapor había estallado y la parte de estaño empezaba a derretirse, cuando, acudiendo todos, abrieron las bocas de agua e inundóse el departamento de la máquina, por lo que el «América» tuvo que detenerse hasta que se enfriaran del todo los ejes.
Fué entonces que uno de los vapores de otra empresa naval -el «Villa del Salto»- pasó a su costado.
Su capitán, John Morse, de nacionalidad norteamericano, hizo tocar el silbato, para ofrecerle sus auxilios si le eran necesarios.
Se asegura que el capitán Bossi, fuera por rivalidad o por lo que fuera, ni se dignó contestar agradeciendo aquella galantería.

Era a fines del mes de diciembre de 1871.
La capital de la República Argentina acababa de pasar por uno de sus lapsos más luctuosos, aquel de la fiebre amarilla.
Muchas de las familias que huyeron o que se hallaban ausentes, volvían a sus hogares, y las que en la capital se encontraban sin haber sufrido la pérdida de algún deudo, ansiaban distracciones y alegrías que hicieran olvidar tantos dolores presenciados.
Para el 29 de aquel mes ofrecían su salida aquellos dos vapores, «América» y «Villa del Salto», para la capital vecina.
En Montevideo se anunciaban varias y atrayentes diversiones, bailes de máscaras en los teatros de Solís y San Felipe; corridas de toros en la Aguada… Los pasajes de ambos vapores fueron cubiertos con exceso y especialmente los del «América», debido a sus renombradas comodidades para familias.
El «Villa del Salto» salió a las 6 de la tarde, media hora antes que el «América».
Ya lo alcanzaremos y pasaremos, decían los que tenían confianza en la rápida marcha de este último que salió acortando distancias, mientras a su bordo reinaba la mayor animación, ya en la mesa, ya en los improvisados conciertos de piano y canto, ya en los corrillos formados en las galerías exteriores.
Alli se encontraban, entre otras personas distinguidas, los señores Juan Manuel Larrazábal, su hijo Juan Antonio con su bella esposa Pepita Villar; el experimentado marino inglés don Augusto Rohl, su esposa y tres hijos; dos varones y una niña; la señora Carmen Pinedo, encanto de los salones bonaerenses, con su esposo el distinguido doctor Augusto Marcó del Pont, el que al despedirse de su conmovida madre pidiéndole cuidase su nena, mientras ellos hacían aquel breve viaje de recreo, pues pensaban tornar a los dos días, le dijo en tono de broma: ‘Me voy para no volver más y me despido de usted, madre mía, para siempre’.

Allí iba el conocido y apreciado escribano público don Darío Beccar, con su esposa y su tierna hijita de año y medio; el señor Onetto, a quiene sa misma noche, en su ausencia, incendiaran la casa de negocio de un hermano; Artagaveitia, don Lisandro Billinghurst; el estudiante, entonces doctor Isaac Larráin; el conocido ingeniero uruguayo señor Sienra Carranza; don Torcuato Villanueva; don Jacinto Castro; don Santiago Cansttat, don Manuel Garay, don Luis Viale, cuya fortuna desahogada y honradez acrisolada le permitiría fundar en breve en la capital de la República Argentina el primer banco italiano, y otros muchos.

La noche era clara y serena y los viajeros se felicitaban con augurios de un viaje espléndido.
Todo yacía en calma. Los viajeros se habían recogido en sus correspondientes camarotes y allá a los lejos se distinguía una lucecilla brillante a flor de agua, que muy luego se halló a estribor de la popa del «América»: era el «Villa del Salto», al que, como se habái asegurado, el «América» adelantaba.

De pronto suena un estallido; el «América» se estremece como si aquel estallido hubiera roto sus entrañas; y, como suele acontecer cuando el buque que los conduce se detiene bruscamente, todos los pasajeros se despiertan sobresaltados. ¿Que hay? ¿Qué ha pasado? ¿Qué quiere decir ese estruendo? preguntan los que ya han subido a cubierta mientras que allá en los camarotes se oyen los lamentos de las madres y el llanto de los niños.
‘Nada, señores, contesta Bossi, no hay que alarmarse ni alarmar a nadie’.

Discurríase así cuando pasó de largo el «Villa del Salto».
Inmediatamente sonó una voz que heló de espanto a cuantos la escucharon: ‘¡Hay fuego a bordo!’ El pánico se produce y vienen aquellas escenas dolorosamente terribles descriptas por testigos presenciales y publicadas en los diarios de la época.
Nadie obedece ya las órdenes del comandante, que se encuentra en la proa del buque acompañado de un solo marinero: el farolero de a bordo, Joaquín Franco.

Allí perece el señor Larrazábal abrazado a su esposa Pepita Villar; allí se nota la presencia de ánimo admirable del señor Rohl, que con toda sangre fría atiende a la salvación de su familia y la salva; allí se ve al doctor Marcó del Pont con su idolatrada Carmen.
En su actitud grave tal vez recuerda las últimas palabras dirigidas a la que le diera el ser, cuando oye a su lado una voz que dice: ‘Tío, he conseguido dos salvavidas. Aquí tiene el suyo’. El Dr. Marcó del Pont clava la mirada en el que extiende su mano para recoger lo que le ofrecen.
‘Caballero’ le dice, «sería usted tan generoso que quisiera dármelo para mi esposa. Yo sé nadar, pero…’. ‘Yo también’ contesta el noble y generoso don Luis Viale y entregándole a Carmen su salvavidas, agregó: ‘Salváos, señora, que por mí no debe perecer ninguno’.
– ‘Tío, reflexione usted que el único elemento que le queda es ese’. ‘Déjalos, hijo mío; ellos son jóvenes y pueden vivir mucho. Yo ya he vivido demasiado, pues cuento cincuenta y seis años…’.
Y se arroja al agua para perecer en ella después de producir nuevos rasgos de nobleza.
Poco después sucumbe en ella también el doctor Marcó del Pont, al lado de su esposa.
Las madres ven perecer a sus tiernos hijos y pierden el juicio o sucumben de dolor, como la señora Inarrieta.
A bordo, un solo hombre, el marinero Juan Franco, arroja maderas a los náufragos, abandonando la nave cuando el fuego le chamusca.
Para él no hubo recompensa, ni recuerdo…
Después de 3 horas de mortal angustia llegó el «Villa del Salto» y procedió al salvamento.
En Montevideo fueron enterrados 37 cadáveres.
80 fueron los pasajeros salvados.
La noticia de la catástrofe cundió luego en la capital uruguaya.
Autoridades y familias se disputaron el derecho humanitario de auxiliar a los náufragos.
Descollaron en tal misión don Florencio Escardó, que había perdido a su hermano, y nuestro venerado poeta Guido Spano.

Al llegar a Buenos Aires la noticia de la catástrofe, la mayoría de la prensa estalló en un grito de indignación y de protesta contra el comandante Bossi.
Fué el primer impulso apoyado por las declaraciones de algunos pasajeros que llevaron su exaltación hasta el insulto y la amenaza.
Otros diarios la conjeturaron favorablemente y no faltaron órganos de publicidad importantes que la defendieron con la lógica de los mismos acontecimientos narrados.
Mientras tanto, el comandante Bartolomé Bossi, que había perdido cuanto poseía en aquella catástrofe, defendió su causa con tesón admirable, contestando a todos los cargos que se le hicieron, hasta que se produjo la sentencia del juez sobreseyendo provisoriamente, mientras que la comisión de jefes y oficiales, nombrada por el gobierno italiano, a cuya marina pertenecía el capitán Bossi, declaraba que ni indicio de su culpabilidad había en su conducta habiendo cumplido con su deber antes y durante la catástrofe.
Al comandante del «Villa del Salto» le tributaron una medalla de oro los náufragos y por iniciativa de la prensa porteña se levantó en el cementerio de la Recoleta el monumento que inmortaliza la acción de don Luis Viale.

El comandante Bossi, cuya muerte natural acaeció diecinueve años después de la catástrofe, fué autor de libros y folletos curiosos e interesantes por su estilo y su fondo, sobre sus viajes a las regiones de Matto Grosso; de Montevideo a Valparaíso y sobre sus exploraciones a la Tierra del Fuego.
Fué miembro del Instituto Hidrográfico Argentino, del Ateneo de Montevideo y de otras muchas instituciones científicas y literarias, premiando sus dilatados conocimientos, gobiernos y sociedades, con medallas ydiplomas.

Por Rafael Barreda, Caras y Caretas del 27 de junio de 1903

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