El pasado mes de marzo se anunció al mundo que el buque oceanográfico S/A Agulhas II había hallado el pecio del famoso Endurance del explorador polar Shackleton a 3.000 metros de profundidad en el Mar de Weddell, en el Océano Glacial Antártico. El buque estaba hundido a tan sólo 7,5 km de la posición donde lo señaló su capitán, Frank Worsley, hace ahora 107 años, encontrándose los restos en un excelente estado de conservación, ya que las frías aguas australes están libres de organismos que puedan atacar las maderas.

EL ENDURANCE DE SHACKLETON
Sir Ernest Shackleton ya era famoso antes de comenzar esta increíble historia de liderazgo, superación y supervivencia, pues ya había colaborado con el malogrado Capitán Robert Falcon Scott durante las exploraciones antárticas en 1908. Precisamente tras la conquista del Polo Sur por la expedición noruega de Roald Amundsen en 1912 y la muerte del capitán Scott, Shakleton sintió la necesidad de conseguir un último éxito polar para el Imperio Británico, proponiendo una travesía del continente antártico.
Para lograr tal meta, Shackleton se hizo con el buque rompehielos noruego Polaris, que fue construido en Sandefjord por el ingeniero Ole Aanderund en el astillero Franmæ en 1912 para responder a una iniciativa empresarial de Adrien de Gerlache y Lars Christiensen, que pensaron originalmente en destinarlo a las expediciones de cazas de osos polares en el Ártico para turistas de alto poder adquisitivo.

El Polaris era realmente un buque magnífico para su época. Con una eslora de 44 metros, una manga de 7,6 y un desplazamiento de 365 toneladas, estaba diseñado para resistir y perdurar en las condiciones árticas más extremas, gracias a su casco de roble estaba forrado de madera de abeto nórdico y de bibirí de la Guayana, lo que le proporcionaba más de 60 cm de grosor en su robusta quilla de cuatro piezas. Todas las maderas eran escogidas por su tamaño y forma para que encajaran perfectamente, creando una estructura sólida y robusta, considerándose que era el velero de madera más resistente del mundo tras el Fram de Fridjof Nansen.
Para la propulsión, el ahora rebautizado como Endurance poseía tres mástiles con aparejo de bergantín-goleta para navegar hasta el Océano Antártico (ahora llamado Austral) propulsado por la fuerza de los vientos atlánticos, contando con un motor de vapor de dos tiempos alimentado por carbón como propulsión auxiliar, capaz de lograr más de diez nudos de velocidad gracias a los 350 Cv de potencia que podía conseguir a pleno rendimiento.

El Endurance quedó inmovilizado por el hielo antártico en enero de 1915, quedando atrapado por los témpanos durante diez meses, hasta que las grandes placas aplastaron el casco con una fuerza irresistible que le provocó varias vías de agua, que inundaron el buque y empezó a hundirlo poco a poco, lo que permitió a la dotación disponer de algo de tiempo para poner a salvo a los perros de tiro, tres de los cuatro botes del tipo ballenera que portaba y una buena cantidad de provisiones y equipos. Como curiosidad merece la pena recordar que a bordo del Endurance viajaban varias cajas con vino de Jerez de González-Byass que se hundieron junto con la nave, reposando en la actualidad en el fondo del Mar Antártico.
Con la desaparición de la Endurance, los náufragos quedaron desprotegidos sobre un mar congelado en un entorno hostil y lejos de cualquier posibilidad de conseguir ayuda, así que Shackleton ideó un plan de autorescate para él y sus hombres, con la idea de llevar los tres botes balleneros a través del hielo hasta encontrar aguas libres para poder navegar hasta la Isla Elefante. Para lograrlo aligeraron todo lo posible su impedimenta, por lo que debieron abandonar parte del equipamiento y sacrificar a los perros y a Mrs Chippy, el gato del carpintero Harry McNish, que jamás le perdonaría esta decisión a Shackleton.

Una vez en la Isla Elefante, Shackleton sabía que allí no habría nadie esperándoles y que de quedarse morirían todos de hambre y frío, por lo que tomó el mayor de los botes, bautizado como James Caird, y le pidió al carpintero George Vincent que lo mejorara con una mayor altura de la borda, dos mástiles y una cubierta improvisada, con la idea de realizar una asombrosa navegación de 1.400 kilómetros, a través del peligroso Antártico, para poder alcanzar la isla Georgias del Sur, donde podría pedir ayuda a la estación ballenera que allí se asentaba, y todo ello con unos improvisados y poco precisos equipos de navegación.

A priori, la travesía del James Caird apuntaba a que era imposible de lograrse, ya que el Antártico es un mar del todo inadecuado para navegar en un bote aparejado con velas improvisadas que va apenas equipado con una brújula, un sextante, unos prismáticos, un cronómetro, una bomba de achique, un sedal para pescar al curricán, un infiernillo de aceite y provisiones para 30 días. Pero Shackleton haría todo lo posible para conseguir este objetivo, ya que sabía que las vidas de veintidós hombres dependían de su éxito. De hecho, cuando el James Caird partió, los supervivientes del Endurance despidieron a los tripulantes del bote pensando que no volverían a verse…
Durante la dura travesía, Shackleton ideó una rutina para que no se cayera en la inactividad con la idea de mantener la moral alta, de tal manera que siempre los seis tripulantes del James Caird se iban turnando en el manejo del timón, el achique del agua, el mantenimiento del fuego y la elaboración de alimentos y bebidas calientes para tratar de combatir el frío extremo y la humedad, ya que la mar gruesa lo empapaba todo, congelándose a continuación con el viento helado del antártico, lo que provocaba ampollas y congelaciones en la piel de los hombres.

La vida a bordo se volvió muy dura. Apenas se podían sentar erguidos bajo la cubierta improvisada para comer o poder conciliar el sueño, por lo que los hombres no descansaban bien, debiendo hacerlo además con la ropa mojada, por lo que se apiñaban para tratar de guardar el calor corporal. Para que el infiernillo pudiera estar estabilizado dos hombres lo sujetaban constantemente con sus pies en cada guardia mientras un tercero cocinaba. Y por si todo esto fuera poco, además de las olas y el viento helado, Frank Worsley tenía que emplear la brújula, el cronómetro y el sextante en unas condiciones de escasa o nula visibilidad, por lo que debía navegar mediante estimaciones poco precisas, ya que el sol solo pudo vislumbrarse en cuatro ocasiones y, aún así, Worsley debía ser estabilizado por cuatro hombres que le sujetaban con firmeza para tratar de mantenenele erguido durante las mediciones en medio de las furiosas galernas. La responsabilidad era tremenda, ya que un error de medio grado podría desviarles más 40 kilómetros de distancia, con el problema añadido de que ya a 16 kilómetros no se podría divisar la isla de Georgia del Sur a causa de la curvatura del planeta.
Tras catorce días de ardua navegación extrema, donde estuvieron a punto de naufragar cuando una gran ola les pilló por sorpresa inundando casi completamente el James Caird hasta estar al límite de su flotabilidad y contaminar el agua dulce, nuestros desesperados, cansados y sedientos marinos divisaron por fin las montañas de la Georgia del Sur, pero la mala suerte hizo que llegaran a la costa oeste, que estaba deshabitada y sin cartografiar. Llegar hasta la orilla no fue nada fácil, pillándoles otro fortísimo temporal que les hizo peligrar de nuevo, hasta el punto de que bromeaban al respecto diciendo que, si ahora naufragaban, nadie sabría nunca que lo habían conseguido.

Una vez en tierra, los supervivientes descansaron varios días para tratar de recuperar las fuerzas y fabricar de manera improvisada el equipo necesario para atravesar las montañas heladas, que son como los Alpes, y llegar a pie hasta la estación ballenera, que estaba a 48 kilómetros en línea recta. Pero a pesar de la desesperación estaban con la moral muy alta, gracias al liderazgo de Sackleton, así que para ellos ya nada parecía imposible. Sackleton escogió a los dos hombres más capaces de la dotación del James Caird y comenzaron a subir las montañas para atravesar la isla, llegando incluso a caer por una empinada pendiente de 65 metros al subirse sobre un cabo enrollado para darle forma de alfombra, buscando de esta forma deslizarse para ahorrar tiempo de marcha, con la enorme suerte que ninguno se lesionó.

Cuando ya estaban a punto de lograrlo, el cansancio se apoderó de los hombres y Shackleton les permitió descansar un momento, pero al comprender que se quedarían dormidos y que morirían, les engañó diciendo que ya habían descansado más tiempo del real, emprendiendo de nuevo la marcha y alcanzando, por fin, la estación ballenera noruega en la bahía de Stromness, cuyos pobladores alucinaron al ver llegar a unos exploradores que todos daban ya por muertos. Aquel mismo día Shackleton subió en un buque ballenero y rescató a los tres hombres restantes del Jamer Caird.

Tras conseguir esta increíble gesta, Shackleton fue en busca de los 22 hombres que quedaban en la Isla Elefante, pero la mala climatología le impidió acercarse en cuatro intentos. Desesperado Shackleton pidió ayuda a la Armada de Chile, que envió el buque escampavía Yelcho al mando del piloto de origen gallego Luis Pardo Villalón, consiguiendo con gran pericia llegar a la costa y rescatar a los restantes supervivientes del Endurance después de que lograran sobrevivir cuatro meses en unas condiciones absolutamente extremas. Shackleton podía felicitarse como lider, ya que a pesar de la adversidad no perdió ni un solo hombre de su equipo, siendo uno de los autorescates más extraordinarios de la historia.
Desgraciadamente, muchos de los supervivientes del Endurance morirían más tarde tras alistarse voluntariamente para luchar en la Primera Guerra Mundial, como si el extremo sufrimiento padecido en la Antártida no hubiese sido suficiente para ellos.

UN POSIBLE PARALELISMO ESPAÑOL: EL NAVÍO SAN TELMO
En 1819, casi un siglo antes de la gesta del Endurance, España debía enfrentarse a los levantamientos independentistas en el virreinato del Perú, por lo que en mayo de aquel mismo año envió una división naval formada por cuatro buques y 1.400 hombres entre soldados y marinos que, junto a gran cantidad de plata acuñada para financiar las operaciones militares, debían de servir para pagar a las tropas realistas en América.
El San Telmo era un magnífico navío de línea de 74 cañones, de la clase San Ildefonso, diseñado por el ingeniero naval Romero Landa, siguiendo la línea constructiva del gran marino y científico Jorge Juan, siendo construido con madera de roble en el astillero ferrolano de Esteiro en 1788. El buque disponía de dos puentes, teniendo una eslora de 52 metros, una manga de 14,5 metros y un desplazamiento de 2.750 toneladas, constando su dotación de 640 hombres. Se trataba de una nave militar muy marinera y potente, siendo considerado como uno de los mejores diseños navales de su época.

Debido a la lamentable situación en la que se encontraba nuestro país, destrozado y arruinado tras las Guerras Napoleónicas, junto a una notable corrupción institucional instaurada por el rey Fernando VII, que incluso llegó a obligar a la Armada a comprar una escuadra de buques podridos a la Rusia del Zar Alejandro I a cambio de unas “presuntas” comisiones, como muy bien nos explica el periodista e investigador Miguel Ángel Ordóñez en su imprescindible libro “Dos Siglos de Bribones y algún Malandrín”, la Armada no disponía de un presupuesto digno con el que mantener los buques y arsenales en condiciones operativas mínimas, encontrándose de hecho el San Telmo en bastante mal estado y necesitado de acometer una gran carena para mantenimiento y reparaciones de su casco.
Aun así, el Rey ordenó que se organizara una escuadra llamada División del Mar del Sur, bajo el mando del comandante Rosendo Porlier y Asteguieta como jefe de la expedición, donde el San Telmo encabezaría una flota formada por el navío Alejandro I (uno de los buques comprados a los rusos) y las fragatas Prueba y Primorosa Mariana, que partieron en convoy desde Cádiz con rumbo al Océano Pacífico, haciendo escalas en Río de Janeiro y en Montevideo para realizar reparaciones en los maltrechos buques antes de afrontar el peligroso Mar de Hoces, si bien el navío Alejandro I hubo de retornar a Cádiz a causa de su mal estado, siendo desguazado a continuación.

Cuando la escuadra española trataba de cruzar desde el Atlántico hasta el Pacífico, los fuertes temporales empiezan a hacer mella en los buques, que incapaces de adentrarse en el Cabo de Hornos, comiezan a desplazarse cada vez más hacia el sur, hasta que empiezan a separarse del grupo y a sufrir averías. La fragata Primorosa Mariana es la última nave en ver al navío San Telmo, marcando su última posición conocida a 62 grados de latitud austral y 70 grados de latitud oeste, meridiano de Cádiz, con el timón averiado y la arboladura afectada. Finalmente, los dos buques restantes se reúnen en El Callao, estando las naves muy maltrechas y las dotaciones enfermas y desnutridas tras la dura travesía. Se esperó por varias semanas la llegada del san Telmo, pero finalmente se le da por desaparecido al no arribar nunca jamás a su destino.
Apenas unos meses después de la pérdida del San Telmo, el capitán de navío británico William Smith, al mando del bergantín Williams, tocó tierra en la Antártida, localizando los restos de un naufragio en la costa norte de la Isla Livingston, siendo identificado como de un navío español por el característico mascarón de proa de los buques de la Armada Española de la época que representaban un león rampante con una corona en su cabeza.

Este hallazgo confirmaría que el San Telmo pudo ir a la deriva hasta los 61 grados de latitud sur, naufragando cerca de la costa. Ya con las campañas antárticas de la actualidad, se han llevado a cabo una serie de misiones arqueológicas chilenas y españolas, contando con la participación del buque oceanográfico Hespérides (A-33) de la Armada, que han realizado prospecciones sin resultados concluyentes, tratando de encontrar un posible campamento donde parte de la dotación se hubiera refugiado hasta perecer de hambre y frío. Se han encontrado indicios de ello, pero la suerte del San Telmo y su tripulación siguen envueltas en el misterio.
Se ha llegado a plantear en alguna ocasión que los supervivientes del San Telmo hubieran tratado de construir, con los restos de su buque, alguna embarcación de fortuna, al estilo quizás del James Caird aquí relatado, para tratar de salir de la Antártida y pedir auxilio para rescatar al resto de la dotación, un poco al estilo de Shackleton un siglo después, pero si llegaron a hacerlo no consiguieron su objetivo, ya que con toda seguridad los fortísimos temporales australes habrían hecho naufragar también a esta embarcación de fortuna.

También se ha hablado mucho sobre la falta de restos del San Telmo, especulandose al respecto que posiblemente los balleneros que acudieron posteriormente a la zona usaran las maderas del casco como combustible hasta hacer desaparecer la nave por completo. Igualmente, si los balleneros llegaron a encontrar objetos de valor, se los acabarían quedando sin informar a nadie del hallazgo.
En cualquier caso, se trata de un triste final para unos marinos que con toda seguridad fueron los primeros seres humanos en pisar la Antártida, aunque de forma involuntaria. Ojalá que algún día las instituciones españolas organicen una expedición científica que encuentre y ponga en valor esta historia, como han hecho los británicos muy acertadamente con los buques Erebus y Terror de la expedición perdida de Franklin y con el Endurance de Shackleton.
Juan C. Ortiz (FORO NAVAL)

ForoNaval© 05/04/2022
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